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Gustavo A. Becquer.

— ¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y trasparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz de color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...

— ¡Oh! sí, seguramente, dijo uno de los que le escuchaban; quisiéramos que fuese de carne y hueso.

— ¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... exclamó el capitán. Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve colorada por un dorado rayo de sol... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.