la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que le cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
— De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
— Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo á comprender la pasión del escultor griego.
— Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos á ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantre te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Já! ¡já! ¡já! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
— Celoso, se apresuró á decir el capitán, celoso... de los hombres no... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto á la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien... lo voy á decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los