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Gustavo A. Becquer.

las ojivas que dan paso á la luz; no hay altares en las capillas; el coro está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan particular que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba.

Allí, sobre un mezquino altar, hecho de los despedazados restos de otros altares, recogidos por alguna mano piadosa, y alumbrado por una lamparilla de cristal, con más agua que aceite, cuya luz chisporrotea próxima á extinguirse, se descubre la santa imagen, objeto de tanta veneración en otras edades, á la sombra de cuyo altar duermen el sueño de la muerte tantos proceres ilustres, á la puerta de cuyo monasterio dejó su espada como en señal de vasallaje un monarca español, que, atraído por la fama de sus milagros, vino á rendirle, en época no muy remota, el tributo de sus oraciones. De tanto esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de exaltación y de gloria, solo queda ya un recuerdo en las antiguas crónicas del país, y una piadosa tradición entre los campesinos que de cuando en cuando atraviesan con temor los medrosos claustros del monasterio para ir á arrodillarse ante Nuestra Señora de Veruela, que para ellos, así en la época de su grandeza como en la de su abandono, es la santa protectora de su escondido valle.