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Gustavo A. Becquer.

sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó á dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.

Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase consigo mismo:

— ¡Es imposible... imposible!

Después, acercándose á la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:

— Margarita, para tí el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara, parte mañana de su castillo para reunir su hueste á las del rey don Fernando, que va á sacar á Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde.

Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, á él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ócio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan á su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: — ¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: — El escudero del