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Gustavo A. Becquer.

del monasterio, mitad templo, mitad fortaleza, los pajes del poderoso abad y sus innumerables servidores la saludaban con ruidosas aclamaciones de júbilo, como á la hermosa castellana de aquel castillo, cuando, en los días clásicos, la sacaban un momento por sus patios, coronados de almenas, bajo un palio de tisú y pedrería.

Al penetrar en aquel anchuroso recinto, ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus altas torres caídas por el suelo, la hiedra serpenteando por las hendiduras de sus muros, y las ortigas y los jaramagos que crecen en montón por todas partes, se apodera del alma una profunda sensación de involuntaria tristeza. Las enormes puertas de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus enmohecidos goznes con un lamento agudo, siempre que un curioso viene á turbar aquel alto silencio, y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado impresos los artífices de la Edad Media los signos misteriosos de su masónica hermandad; aquella gran puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se abría de par en par en las grandes solemnidades, no volverá á abrirse, ni volverá á entrar por ella la multitud de los fieles, con-