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Gustavo A. Becquer.

sepulcro en el fondo de uno de esos claustros santos, donde vive el eterno silencio y al que los siglos prestan su majestad y su color misterioso é indefinible. Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas y puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran, asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por allá uno de esos monstruos alados, engendro de la imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra mi sepulcro: á su alrededor, y debajo de calados doseletes, los santos patriarcas, los bienaventurados y los mártires con sus miembros de hierro y sus emblemáticos atributos, parecerían santificarle con su presencia. Dos guerreros inmóviles y vestidos de su fantástica y blanca armadura velarían día y noche de hinojos á sus costados; y mientras que mi estatua de alabastro riquísimo y trasparente, con arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un león á los pies, dormiría majestuosa sobre el túmulo, los ángeles que, envueltos en largas túnicas y con un dedo en los labios, sostuviesen el cojín sobre que descansaba mi cabeza, parecerían llamar con sus plegarias á las santas visiones de oro que llenan el desconocido sueño de la muerte de los justos, defendiéndome con sus alas de los terrores y de las angustias de una pesadilla eterna.

En los huecos de la urna y entre un sinnúmero de arcos con caireles y grumos de hojas de trébol,