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Desde mi celda.

terior del lugar no me pareció, en efecto, que respondía ni con mucho á su perspectiva; de modo que, no queriendo arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas callejas, comencé á costearlo, y me dirigí á una reducida llanura que se descubre á su espalda, dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y junto á dos ó tres nogales aislados que comenzaban á cubrirse de hojas, está lo que, por su especial situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio. Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión á los campo-santos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y artificialmente la muerte, me trae á la memoria esos niños de los barrios bajos, á quienes después de espirar embadurnan la cara con arrebol, de modo que, entre el cerco violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas, resulta una mueca horrible.

Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubier-