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Desde mi celda.

nidad. Por último, entro en el claustro, donde ya reina una oscuridad profunda: la llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, á su incierto resplandor pueden distinguirse las largas series de ojivas, festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman, con una mueca muda y horrible, esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí un ángel que lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las urnas de piedra, donde bien con la mano en el montante ó revestidas de la cogulla, se ven las estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este monasterio ó lo han enriquecido con sus dones.

Los diferentes y extraordinarios objetos que unos tras otros van hiriendo la imaginación, la impresionan de una manera tan particular, que cuando después de haber discurrido por aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos claustros imponentes, penetro al fin en mi cel-