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Gustavo A. Becquer.

continuado, á cuyo compás vago y suave vuelven á ordenarse las ideas y se van moviendo con más lentitud en una danza cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que por último se aguzan vmas tras otras como esos puntos de luz apenas perceptibles, que de pequeños nos entreteníamos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación entonces, ligera y diáana, se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una madre arrulla á un niño. La campana del monasterio, la única que ha quedado colgada en su ruinosa torre bizantina, comienza á tocar la oración, y una cerca, otra lejos, éstas con una vibración metálica y aguda, aquéllas con un tañido sordo y triste, les responden las otras campanas de los lugares del Somontano. De estos pequeños lugares, unos están en la punta de las rocas colgados como el nido de un águila, y otros medio escondidos en las ondulaciones del monte ó en lo más profundo de los valles. Parece una armonía que á la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se confunde y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere al primer suspiro de la noche que nace.

Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en aquella música divina. Mi alma está ya tan serena