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Gustavo A. Becquer.

mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados, de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban á veces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no á otra cosa podría compararse su nariz. Formando contraste con este seco y estirado gentlemán, que una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito en el extremo opuesto del coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento, ó recostándose alternativamente de un lado y de otro, como el que siente un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho el cual señor, á lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos á Zaragoza, de donde nunca había salido sino ala capital de su provincia, hasta que con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento, de que formaba parte, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.

Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del hombre