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La mujer de piedra.

cuyo lienzo subían como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y ligera; la silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba á su espalda limpio y trasparente, como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de los antiguos pintores alemanes. Los deta- lles de la arquitectura comenzaban á confundirse; los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes á bisel; las figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como fantasmas sin consistencia, envueltas en la oscuridad que arrojaban sobre ellas los monumentales doseles.

Inmóvil, absorto en una contemplación muda, permanecía yo aún con los ojos fijos en la figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi imaginación de un modo tan extraordinario. Parecíame á veces que su contorno se destacaba entre la oscuridad; que notaba en toda ella como una imperceptible oscilación; que de un momento á otro iba á moverse y adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido, al borde de la repisa.

Y así estuve hasta que la noche cerró por completo. Una noche sin luna, sin más que una confusa claridad de las estrellas que apenas bastaba á destacar unas de otras las grandes masas de construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo