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Gustavo A. Becquer.

Largo rato estuve contemplando obra tan magnífica, recorriendo con los ojos todos sus delicados accidentes y deteniéndome á desentrañar el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y los animales fantásticos, que se ocultaban ó aparecían alternativamente entre los calados festones de las molduras. Una por una admiré las extrañas creaciones con que el artífice había coronado el muro para dar salida á las aguas por las fauces de un grifo, de una sierpe, de un león alado ó de un demonio horrible con cabeza de murciélago y garra de águila; una por una estudié asimismo las severas y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente plegados, custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas, de granito, desde lo alto de las caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían á la mejor época del arte ojival, ofreciendo en sus contornos generales, en la expresión de sus rostros y en la profusión y acentuada plegadura de sus ropas, el modelo perfecto del misterioso amor establecido por los ignorados escultores que, siguiendo una tradición que arranca de las logias germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda Europa. Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas, patriarcas y