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Gustavo A. Becquer.

flanqueándola, la cúpula déla nave central, comencé á dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros, que, ora se presentaban en lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables casuquillas adosadas á los sillares, para asomar más á lo lejos sus dentelladas crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta minuciosa inspección de la parte exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo de un pasadizo cubierto, que, á manera de puerta, unía la iglesia á un antiguo edificio contiguo á ella, me encontré en una pequeña plaza de forma irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un palacio en ruinas, y por otro las altas y descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo de aquella plazoleta sin salida, parte de la vetusta muralla romana de la población y el ábside del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas, y en el cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles artífices de aquella época, en que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.

Por grande que sea la impresión que me causa un objeto, expuesto de continuo á la mirada del