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Gustavo A. Becquer.

llamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

— Por la primera vez faltó á su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.

— A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente y triste, como la cuna vacía de un niño muerto.

— Y huyeron las mariposas blancas y las libelulas azules, dejando su lugar á los insectos oscuros que venían á roer nuestras fibras y á depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

— ¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!

— Perdimos el color y la frescura.

— Perdimos la suavidad y las formas, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.

— ¡Y al fin volamos desprendidas!

— Hollada bajo el pie de indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto á otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.