— Vaya si la prestamos, dijo otro de los del corro; como que yo les he vendido otra caballería para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que al parecer les importa.
— Pero, interrumpió Andrés, esa mujer va robada; ese hombre es un bandido, que sin hacer caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no sé adonde.
Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose de compasión.
— ¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted contando? prosiguió con sorna su interlocutor. ¡Robada! ¿Pues si ella era la que decía con más ahinco: « Pronto, pronto, huyamos de estos lugares; no me veré tranquila hasta que los pierda de vista para siempre.»
Andrés lo comprendió todo: una nube de sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como un cadáver.
Estaba loco; á los pocos días, muerto.
Le hicieron la autopsia; no le encontraron lesión orgánica ninguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes á ésta se explicarían!
— ¿Y efectivamente murió de eso? exclamó el joven que proseguía jugando con los dijes de su reloj, al concluir mi historia.