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Gustavo A. Becquer.

El caballo seguía en sus trece. — ¡Bah! exclamó al fin su dueño; démosle de comer lo que quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no era viejo, y comenzó á engordar y á ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos, y que nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía éste: — Así no me lo pedirán prestado; y en cuanto á rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente á las que tenemos. Y llegaron á acostumbrarse de tal modo, que Andrés sabía cuándo el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no, y á éste le bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse ó partir al escape, rápido como un huracán.

Del perro no digamos nada: llegó á familiarse de tal modo con su nuevo camarada, que ni á beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se perdía al escape entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles y su perro le acompañaba saltando, y se adelantaba para tornar á buscarle ó le dejaba pasar para volver á seguirle. Andrés se creía el más feliz de los hombres.


III


Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico, ó casi rico.

Un día, después de haber corrido mucho, se