te, la muerte con una agonía terrible, acompañada de chanzonetas y silbidos!
— Si piensan algo, decía Andrés, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y espiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces inconcebible.
De estas reflexiones vino á sacarle la aguardentosa voz de uno de los picadores, que juraba y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo despreciable; por lo visto, debía ser loco ó tener alguna enfermedad de muerte.
Andrés pensó en adquirirle. Costar, no debiera costar mucho; pero, ¿y mantenerlo? El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso á salir; nuestro joven vaciló un instante, y le detuvo. Cómo lo hizo, no lo sé; pero en menos de un cuarto de hora convenció al jinete para que lo dejase, buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con él.
Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.
Llevóse el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba ó parecía estar loco.
Mucha leña en él, le dijo un inteligente.
— Poco de comer, le aconsejó un mariscal.