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Gustavo A. Becquer.

mo lo había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno con el otro, y yo con los dos!

Una tarde fué á los toros, y antes de comenzar la función dirigióse maquinalmente al corral, donde esperaban ensillados los que habían de salir á la lidia.

No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosisidad de ir á verlos. Yo de mí puedo asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista de esta historia, he tenido algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de ellos.

Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse en aquel sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada á los huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte que había de poner término, dentro de breves horas, á la miserable vida que arrastraban; otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre y comían, ó hiriendo el suelo con el casco y dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos aristocráticas habrían acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado en su carrera, y ahora todo era juramentos por acá, palos por acullá, y por último la muer-