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Gustavo A. Becquer.

Una vez reedificado el templo, comenzó á oirse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra é irse elevando poco á poco, haciéndose cada vez más perceptible.

El osado peregrino comenzaba á tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.

Mal envueltos en los girones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monges que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia á aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso á las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor el primer versículo del salmo de David:

¡Miserere mei, Domine, secundum niagnaní misericordiam tuam!

Cuando los monges llegaron al peristilo del