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Gustavo A. Becquer.

jo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.

Hasta aquí todo fué bueno; pero es el caso que este hijo, que por lo que se verá más adelante, debió ser la piel del diablo, sino era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había trasformado en iglesia, reunió unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monges se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban á comenzar ó habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y á éste quiero, á aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.

Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se sabe, á los profundos tal vez.

Las llamas redujeron el monasterio á escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene á bañar los muros de esta abadía.

— Pero, interrumpió impaciente el músico, ¿y el Miserere?

— Aguardaos, continuó con gran sorna el raba-