su hija, nada había sido bastante á detenerle en el lecho.
—No, había dicho; esta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos á la iglesia. Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos á la tribuna, y comenzó la Misa.
En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza á elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito déla iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco á poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que padecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fué creciendo, creciendo hasta