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LA AJORCA DE ORO

de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo, era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí.—¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya.—¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca...—Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante á un clavo ardiente, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reir mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:

—¿Qué Virgen tiene esa presea?

—La del Sagrario, murmuró María.

—¡La del Sagrario! repitió el joven con acento de terror: ¡la del Sagrario de la catedral!...

Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.

—¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? prosiguió con acento enérgico y apasionado; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su

TOMO I
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