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GUSTAVO A. BECQUER

nos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

—Ya lo véis, decía la superiora, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel á la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

—Tengo... miedo, exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

—¡Miedo! ¿de qué?

—No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus registros y templarle, á fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la puerta que conduce á la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál... Pero las campanadas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda, la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus re-