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Eriximaco, digno hijo del mejor y más sabio de los padres.

—Tambien te saludo yo, replicó Eriximaco; ¿pero qué haremos?

—Lo que tú ordenes, porque es preciso obedecerte: Un médico vale él solo tanto como muchos hombres[1]. Manda, pues, lo que quieras.

—Entonces escucha, dijo Eriximaco; ántes de tu llegada habiamos convenido en que cada uno de nosotros, siguiendo un turno riguroso, hiciese elogios del Amor, lo mejor que pudiese, comenzando por la derecha. Todos hemos cumplido con nuestra tarea, y es justo que tú, que nada has dicho y que no por eso has bebido ménos, cumplas á tu vez la tuya. Cuando hayas concluido, tú señalarás á Sócrates el tema que te parezca; éste á su vecino de la derecha; y así sucesivamente.

—Todo eso está muy bien, Eriximaco, dijo Alcibiades; pero querer que un hombre ébrio dispute en elocuencia con gente comedida y de sangre fria, seria un partido muy desigual. Además, querido mio, ¿crees lo que Sócrates ha dicho ántes de mi carácter celoso, ó crees que lo contrario es la verdad? Porque si en su presencia me propaso á alabar á otro que no sea él, ya sea un dios, ya un hombre, no podrá contenerse sin golpearme.

—Habla mejor, exclamó Sócrates.

—¡Por Neptuno! no digas eso Sócrates, porque yo no alabaré á otro que á tí en tu presencia.

—Pues bien, sea así, dijo Eriximaco; haznos, si te parece, el elogio de Sócrates.

—Cómo, Eriximaco! ¿quieres que me eche sobre este hombre, y me vengue de él delante de vosotros?

—¡Hola! jóven, interrumpió Sócrates, ¿cuál es tu intencion? ¿Quieres hacer de mí alabanzas irónicas? Explícate.

—Diré la verdad, si lo consientes.


  1. Iliada, l. XIV, v. 514.