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es necesariamente malo. Y por haber reconocido que el Amor no es ni bueno ni bello, no vayas á creer que necesariamente es feo y malo, sino que ocupa un término medio entre estas cosas contrarias.

—Sin embargo, repliqué yo, todo el mundo está acorde en decir que el Amor es un gran dios.

—¿Qué entiendes tú, Sócrates, por todo el mundo? ¿Son los sabios ó los ignorantes?

—Entiendo todo el mundo sin excepcion.

—¿Cómo, replicó ella sonriéndose, podria pasar por un gran dios para todos aquellos que ni áun por dios le reconocen?

—¿Cuáles, la dije, pueden ser esos?

—Tú y yo, respondió ella.

—¿Cómo puedes probármelo?

—No es difícil. Respóndeme. ¿No dices que todos los dioses son bellos y dichosos? ¿O te atreverias á sostener que hay uno que no sea ní dichoso ni bello?

—No, por Júpiter!

—¿No llamas dichosos á aquellos que poseen cosas bellas y buenas?

—Seguramente.

—Pero estás conforme en que el Amor desea las cosas bellas y buenas, y que el deseo es una señal de privacion.

— En efecto, estoy conforme en eso.

—¿Cómo entonces, repuso Diotima, es posible que el Amor sea un dios, estando privado de lo que es bello y bueno?

—Eso, á lo que parece, no puede ser en manera alguna.

—No ves, por consiguiente, que tambien tú piensas que el Amor no es un dios?

—¡Pero qué! la respondí, ¿es que el Amor es mortal?

—De ninguna manera.

—Pero, en fin, Diotima, díme que es.

TOMO V.
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