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de una manera digna del dios y de él. Entónces Sócrates, dirigiéndose á Eriximaco, dijo:

—Y bien, hijo de Acumenes, ¿no tenía yo razon para temer, y no fuí buen profeta, cuando os anuncié, que Agaton haria un discurso admirable, y me pondria á mí en un conflicto?

—Has sido buen profeta, respondió Eriximaco, al anunciarios que Agaton hablaria bien; pero creo que no lo has sido al predecir que te verias en un conflicto.

—¡Ah! querido mio, repuso Sócrates, ¿quién no se ve en un conflicto, teniendo que hablar despues de oir un discurso tan bello, tan variado y tan admirable en todas sus partes, y principalmente en su final, cuyas expresiones son de una belleza tan acabada, que no se las puede oir sin conmoverse? Me siento tan incapaz de decir algo tan bello, que lleno de vergüenza, habria abandonado el puesto, si hubiera podido, porque la elocuencia de Agaton me ha recordado á Gorgias, hasta el punto de sucederme realmente lo que dice Homero: temia que Agaton, al concluir, lanzase en cierta manera sobre mi discurso la cabeza de Gorgias[1], este orador terrible, petrificando mi lengua. Al mismo tiempo he conocido que ha sido una ridiculez el haberme comprometido con vosotros á celebrar á mi vez el Amor, y el haberme alabado de ser sabio en esta materia, yo que no sé alabar cosa alguna. En efecto, hasta aquí he estado en la inocente creencia de que en un elogio sólo deben entrar cosas verdaderas; que esto era lo esencial, y que despues sólo restaba escoger, entre estas cosas, las más bellas, y disponerlas de la manera más conveniente. Tenia por esto gran esperanza de hablar bien, creyendo saber la verdadera manera de alabar. Pero ahora resulta que este método no vale nada; que es preciso atribuir las mayores perfecciones al objeto, que se ha intentado ala-


  1. Alusion á un pasaje de la Odisea, v. 632.