ni por misantropía. Obedecia resueltamente la voluntad de un Dios, que desde su juventud le estrechaba á consagrarse á la educacion moral de sus conciudadanos. Así es que contra sus intereses más caros, se ha visto, aunque voluntariamente, convertido en instrumento dócil de la Divinidad. ¿Y no preveia las luchas y los odios que debia causarle semejante mision? Sí; pero estaba resuelto á sacrificar en su obsequio hasta la vida. Esta confianza admirable, que enlaza y domina el debate, hace ver claramente que Sócrates cuidaba ménos del resultado de su causa que del triunfo de sus doctrinas morales. En este último discurso, que le es permitido, sólo ve la ocasion de dar una suprema enseñanza, la más brillante y eficaz de todas.
Se nota, sin embargo, una gran oscuridad sobre la naturaleza de ese demonio familiar, que Sócrates invoca tantas veces. ¿Era en él la luz de la conciencia, singularmente fortalecida y aclarada por la meditacion y por una especie de exaltacion mística? No hay dificultad en creerlo. Pero tambien hay materia para suponer, fundándose en algunos pasajes del Timeo y del Banquete, que Sócrates admitia, como todos los antiguos, la existencia de séres intermedios entre Dios y el hombre, cuya inmensa distancia llenan mediante la diferencia de naturaleza, y ejercen en un ministerio análogo al de los ángeles en la teología cristiana. Los griegos los llamaban demonios, es decir, séres divinos. ¿Y era alguno de estos genios el que se hacia escuchar por Sócrates? Piénsese de esto lo que se quiera, la duda no desvirtúa en nada el efecto moral de las páginas más originales de la Apología.
En la segunda parte, comprendida entre la primera decision de los jueces y su deliberacion sobre la aplicacion de la pena, Sócrates, reconocido culpable, declara sin turbarse que se somete á su condenacion. Pero su firmeza parece convertirse en una especie de orgullo, que