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á un hombre que tendrá la paciencia de escucharme, y que no tratará de librarse de mí.

Sí, Sócrates, habla pues.

Mira bien à lo que te comprometes, para que no te sorprendas si encuentras en mí tanta dificultad en concluir como he tenido para comenzar.

Habla, mi querido Sócrates, y por mí te doy todo el tiempo que necesites.

Es preciso obedecerte, y aunque es difícil hablar como amante á un hombre que no ha dado oidos á ninguno, tengo, sin embargo, valor para decirte mi pensamiento. Tengo para mí, Alcibiades, que si yo te hubiese visto contento con todas tus perfecciones y con ánimo de vivir sin otra ambicion, há largo tiempo que hubiera renunciado á mi pasion, ó, por lo ménos, me lisonjeo de ello. Pero ahora te voy á descubrir otros pensamientos bien diferentes sobre tí mismo, y por esto conocerás que mi terquedad en no perderte de vista no ha tenido otro objeto que estudiarte. Me parece que si algun Dios te dijese de repente: Alcibiades, ¿qué querrias más, morir en el acto, ó, contento con las perfecciones que posees, renunciar para siempre á otras mayores ventajas? se me figura que querrias más morir. Hé aquí la esperanza que te hace amar la vida. Estás persuadido de que apenas hayas arengado á los atenienses, cosa que va á suceder bien pronto, los harás sentir que mereces ser honrado más que Pericles y más que ninguno de los ciudadanos que hayan ilustrado la república; que te harás dueño de la ciudad, que tu poder se extenderá á todas las ciudades griegas y hasta á las naciones bárbaras que habitan nuestro continente. Pero si ese mismo Dios te dijera: Alcibiades, serás