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Nuestra Señora de Paris.

— ¡Hombre, quítate el sobrero! -dijo uno de los tres canallas que le sujetaban; y antes de que hubiese comprendido lo que aquello quería decir, había ya desaparecido aquel objeto de su cabeza, miserable pieza en verdad, pero útil todavía para un día de sol o de lluvia. Gringoire suspiró profundamente. En tanto, el rey desde lo alto de su tonel, le dirigió la palabra.

— ¿Quién es ese pajarraco?

—Extremecióse Gringoire, aquella voz aunque acentuada por la amenaza, le recordó otra voz de aquella misma mañana había dado la primera arremetida a su misterio exclamando con acento gangoso en medio del auditorio: ¡Una limosna por amor de Dios! Alzó la cabeza y vio en efecto delante de sí a Clopin Trouillefou.

Clopin Trouillefou, cubierto de sus insignias reales, no tenía ni un andrajo más ni un andrajo menos. Su llaga del brazo había desaparecido; llevaba a la sazón en la mano uno de aquellos látigos con correas de cuero blanco que usaban entonces los alguaciles para dispersar los grupos, y que se llamaba boullayes, y en la cabeza una especie de gorro redondo y cerrado por arriba, pero no era fácil distinguir si era un frontero de niño o una corona de rey, ¡tanto estos dos objetos se parecen entre sí!...

Esto no obstante, Gringoire, sin saber por qué, había recobrado alguna esperanza al reconocer en el rey de la corte de los Milagros a su maldito mendigo de la Sala Grande.

— Maese, dijo en voz balbuciente..., Monseñor... Señor... Cómo debo llamaros -añadió en fin habiendo llegado al punto culminante de su crescendo, y no sabiendo ya cómo subir ni bajar.

— Monseñor, majestad o camarada, llámame como te parezca; pero despacha. ¿Qué tienes que alegar en tu defensa?

¿En tu defensa? dijo para sí Gringoire; esto no me gusta. Y luego prosiguió desfallecido.—Yo soy el que esta mañana...

— ¡Por las uñas del diablo! —interrumpió Clopin—, di tu nombre, canalla, y nada más. Escucha: estás delante de tres poderosos soberanos, yo, Clopin Trouillefou, rey de Tunia, sucesor del Gran Coesre, señor soberano del reino de la Germania; Matías Ungadi Spicali, duque de Egipto y de Bohemia, aquel viejo amarillo que está allá abajo con una rodilla de fregar alrededor de la cabeza y Guillermo Roussean, emperador de Galilea, aquel gordo que no nos escucha, y que está requebrando a aquella tía. Nosotros somos tus jueces: tú has entrado en el reino de la Hampa sin ser hampón, y has violado por consiguiente los fueros de nuestra ciudad; y serás castigado, a menos que seas capón, tuno o tumbón, es decir, en el caló de la gente honrada, ladrón, pordiosero o vagabundo. ¿Eres algo por este estilo? Justifícate; enumera tus cualidades.

— Basta —repuso Trouillefou sin dejarle acabar—; vamos a ahorcarte. Cosa justa, ¡señora gente de bien! Como vuestra señoría trata a los suyos en la nuestra: la ley que hacéis a los truanes, os la hacen los truanes a vosotros; vuestra es la culpa si la ley es dura. Justo es que de vez en cuando se vea una cara de hombre honrado encima del collar de cáñamo; eso le honra. Ea, compadre, reparte alegremente tus guiñapos entre esas damiselas; ahora voy a hacerte ahorcar para divertir a los hampones, y luego les darás tu bolsa para echar un trago. Si tienes que hacer alguna momería, allá en el fregadero hay un famoso Dios Padre de piedra que hemos robado en la iglesia de Saint-Pierre-aus-Bœuís: cuatro minutos tienes para meterle tu alma por los hocicos.

Formidable era la arenga.

— Pardiez que Clopin Trouillefou predica como un santo padre el papa —exclamó el emperador de Galilea, rompiendo su jarro para nivelar la mesa.

— Señores emperadores y reyes -dijo Gringoire con cierta sangre fría (porque no sé cómo había recuperado su firmeza y hablaba con resolución)—, eso no puede ser; yo me llamo Pierre Gringoire, y soy el poeta cuya era la moralidad que se representó esta mañana en la sala Grande del palacio.

— ¡Ola con que eres tú! —dijo Clopin—. Estuve, estuve, a fe mía en la moralidad; pero el que nos hayas aburrido esta mañana, ¿es acaso una razón para que no te ahorquemos esta noche?

— Malo va esto -dijo Gringoire para su capote. Sin embargo, probó todavía un esfuerzo—. No alcanzo por qué razón —dijo—, no han de ser contados los poetas en el número de los hampones. Vagabundo, Esopo lo fue; mendigo, Homero lo fue; ladrón, Mercurio lo era...

Clopin le interrumpió:—¿Vienes aquí a aturrullarnos con tus latinajos? ¡qué diablo! déjate ahorcar y basta de rodeos.

— Perdón, poderoso soberano de tunia —repitió Gringoire, disputando el terreno a palmos-. Es cosa que merece la pena... Un instante... escuchadme... no me condenaréis sin oírme... —cubría en efecto su desdichada voz el estrépito que resonaba en derredor. El chiquillo rascaba su caldero con más entusiasmo que nunca; y para colmo de desdicha acababa una vieja de colocar sobre los ardientes trévedes una sartén llena de grasa que rechinaba en la lumbre, con un ruido semejante a los gritos de una pandilla de muchachos que persiguen a una máscara.

Conferenció Clopin Trouillefou un breve rato con el duque de Egipto, y el emperador de Galilea, el cual estaba completamente borracho, y luego gritó a voz de trueno: - ¡Silencio! -mas como la caldera y la sartén no le escuchaban, antes bien continuaban su dúo, apeóse de su tonel, dio un puntapié al caldero que rodó a diez pasos con el chiquillo, otro puntapié a la sartén, cuya grasa se esparramó todita sobre la lumbre, y de nuevo subió gravemente a su trono sin curarse del llanto del muchacho, ni de los refunfuños de la vieja cuya cena se desvanecía en blancas llamas.

A una señal de Trouillefou, el duque y el emperador, y los archipámpanos y los tumbones, y todos fueron a colocarse en torno de él, formando un semicírculo cuyo centro ocupaba Gringoire, verdadero semicírculo de andrajos, remiendos, oropel, hachas, horquillas, piernas vinosas, brazos fornidos, y caras sórdidas, estúpidas y burricales. En medio de aquella tabla redonda de la pillería. Clopin Trouillefou, como el dux de aquel senado, como el rey de aquella asamblea, como el papa de aquél conclave, dominaba desde la elevación de su tonel, con cierto aire altanero, feroz y formidable que hacía chispear sus ojos y corregía en su áspero perfil el tipo bestial de la raza hampona. Parecía una cabeza de jabalí entre hocicos de lechones.

— Oye —dijo a Gringoire, pasándose la callosa mano por la disforme barba-: no veo por qué razón no te hemos de ahorcar. Verdad es que la cosa no parece ser de tu gusto, y es natural, porque vosotros la gente decente, no estáis acostumbrados a ello, y os lo imagináis como una gran cosa. Al fin y al cabo, maldita la tirria que te tenemos, y en prueba de ello, vamos a darte un medio para salir del paso. ¿Quieres ser de los nuestros?

Fácil es conocer el efecto que produciría esta proposición en Gringoire, que sentía írsele escapando la vida, y que empezaba ya a perder toda esperanza. Se agarró a ella con toda energía.

— Seguramente que quiero, dijo.