Página:Nuestra Senora de Paris.djvu/30

Esta página ha sido corregida
26
Biblioteca de Gaspar y Roig.

Era aquel sitio una ancha plaza, irregular y muy mal empedrada como todas las de Paris en aquella época. Brillaban en ella de trecho en trecho algunas hogueras, en torno de las cuales hormigueaban extraños grupos que iban y venian y alborotaban. Oíanse agudas carcajadas, vajidos de chiquillos, gritos de mujeres. Las manos y las cabezas de aquella multitud, negras sobre el fondo luminoso, formaban mil diabólicos perfiles; de vez en cuando veíase pasar sobre el suelo en que temblaba la luz de las hogueras entre inmensas sombras indefinidas, un perro que parecia hombre, un hombre que parecia perro. Los limites de las razas y de las especies parecían confundirse en aquellos sitios como en un Pandœmonium: hombres, mujeres, animales, edad, sexo, salud, enfermedades: todo era dote comun á aquella gente; todo iba junto, mezclado, confundido, apiñado; cada cual participaba de todo.

El vacilante y mezquino reflejo de las hogueras permitió á Gringoire distinguir, á pesar de su turbacion, alrededor de la inmensa plaza un asqueroso ceñidor de casucas viejas, cuyas fachadas sucias, descascaradas, desmirriadas, feas, con una ó dos ventanillas iluminadas cada una, le parecian en la sombra enormes cabezas de viejas formadas en circulo, monstruosas y acorchadas, que miraban el sábado guiñando los ojos.

Parecia aquello un nuevo mundo, desconocido, inaudito, disforme, reptil, fantástico.

Cada vez mas sofocado, cogido por los tres pordioseros como por tres tenazas, atronado por una infinidad de caras que ladraban y berreaban en torno de él, recurría el pobre Gringoire a toda su presencia de ánimo para acordarse de si estaba en sábado. Pero todos sus esfuerzos eran inútiles; el hilo de su memoria y de sus pensamientos estaba roto, y dudando de todo, flotando entre lo que veía y lo que sentía, asentaba en su mente esta insoluble cuestión: - Si existo, ¿cómo puede ser eso? Si eso es, ¿cómo puede existir?

Alzóse entonces un grito general entre la chillona turba que le rodeaba,

- ¡Llevémosle al rey! ¡Llevémosle al rey!

- ¡Virgen santa! -murmuró Gringoire-; el rey de aquí debe ser un macho cabrío!

- ¡Al rey! ¡al rey! -repitieron todas las voces.

Lleváronsele echándole las garras a porfía; pero los tres mendigos no le soltaban, antes bien lo arrancaban a las uñas de los otros, aullando: - Es nuestro.

La ropilla ya enferma del poeta, exhaló el último suspiro en aquella lucha.

Al atravesar la horrible plaza disipóse su vértigo; al cabo de pocos pasos recobró del todo el sentimiento de realidad, cual si fuera acostumbrándose a aquella atmósfera. En el primer momento, de su cabeza de poeta, o en términos más sencillos y más prosaicos, de su estómago vacío, habíase elevado un humo, un vapor por decirlo así, que extendiéndose entre los objetos y su vista, no se les había dejado columbrar más que por entre la incoherente bruma de la pesadilla, entre aquellas tinieblas de los sueños que hacen temblar todos los contornos, gesticular todas las formas, aglomerarse todos los objetos en grupos desmenuzados, convirtiendo las cosas en quimeras; y los hombres en fantasmas. Poco a poco fue sucediendo a aquella alucinación una mirada menos delirante y exageradora; la realidad tomaba cuerpo alrededor de él tropezándose en los ojos, en los pies y demoliendo pedazo a pedazo toda la espantosa poesía de que se creyó rodeado en un principio. Fuele forzoso conocer que no andaba por la laguna Estígia sino por el lodo; que no veía demonios sino ladrones; que no arriesgaba su alma, sino solamente su vida (pues carecía de aquel precioso conciliador que se coloca tan eficazmente entre el bandido y el hombre de bien; la bolsa). En fin, examinando la orgía más de cerca y con algo más de sangre fía cayó del sábado en la taberna.

La Corte de los milagros no era en efecto más que una taberna, pero una taberna de ladrones, tan manchada de sangre como de vino.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos, cuando su desarrapada escolta le depositó por fin en el término de su carrera, no era muy a propósito para inspirarle ideas de poesía, ni aún de poesía de infierno; veía más que nunca la prosaica y brutal realidad de la taberna. Si no estuviéramos en el sigo XV, diríamos que Gringoire bajaba de Miguel Ángel a Callot.

En derredor de una inmensa hoguera que ardía sobre una ancha losa redonda y que penetraba con sus llamas los enrojecidos pies de un trébedes vacío a la sazón, veíase por una parte y por otra algunas mesas cojas, colocadas a la casualidad, sin que el más ruin lacayo geómetra se hubiese dignado arreglar su paralelismo, o cuidar a lo menos que no se cortasen formando ángulos sobradamente musitados. Relucían sobre aquellas mesas algunos jarros llenos de vino y de cerveza, alrededor de los cuales se agrupaban numerosas caras báquicas, purpurantes de fuego y de vino. Veíase aquí un hombre de enorme panza y de jovial semblante, que abrazaba sin rebozo a una ramera ancha y carnuda; allí un especie de perdona-vidas, un valentón, como se decía en caló, que desataba silbando las bandas de su supuesta herida, y sacaba a relucir su sana y vigorosa rodilla, fajada desde por la mañana con cien mil ligaduras; acullá preparaba un pordiosero con escrofularia y sangre de toro su pierna de Dios para el siguiente día. Dos mesas más abajo, un palmero con su traje completo de peregrino deletreaba la canción de Santo Dios, Santo inmortal, sin olvidar la salmodia ni el competente acento gangoso; aquí un joven hampón daba lección de epilepsia con un gitano viejo que le enseñaba el arte de echar espumarajos por la boca mascando un pedazo de jabón; más allá se desinflaba un hidrópico, haciendo taparse las narices a cuatro o cinco ladronas que se disputaban en la misma mesa un niño robado aquella noche. Circunstancias todas que, dos siglos más adelante, parecieron tan ridículas a la corte, como dice Sauval, que sirvieron de pasatiempo al Rey y de entrada al baile real de La Noche, dividido en cuatro partes y bailado en el teatro del pequeño Borbón. «Jamás -añade un testigo ocular de 1653-, fueron representadas con más acierto las súbitas metamorfosis de la corte de los Milagros. Para este baile nos preparó Benserade algunos versos bastante ingeniosos.»

Do quiera resonaban bestiales carcajadas y canciones obscenas, atendiendo cada cual a sí propio, glosando y blasfemando sin escuchar a su vecino. Chocábanse los jarros y nacían las contiendas al choque, y haciéndose pedazos, desgarraban los harapos.

Un enorme perro sentado sobre su cola miraba la hoguera, tomaban parte en aquella orgía varios muchachos; en primer lugar el niño robado lloraba y gritaba; luego otro zopencote de cuatro años, sentado con las piernas colgando sobre un banco demasiado alto, con la mesa hasta la barba, y sin decir palabra. Otro extendiendo gravemente con su dedo sobre la mesa el sebo derretido de una vela que se corría; y otro, en fin, pequeñuelo, acurrucado en el lodo, casi perdido en un caldero que raspaba con una pizarra, de cuya operación sacaba un sonido capaz de hacer desmayarse a Stradivarius.

Había un tonel junto a la hoguera y un mendigo sobre el tonel como un rey sobre su trono.

Los tres perseguidores de Gringoire pusiéronle en presencia de aquel tonel, hubo en toda la bacanal un momento de silencio, excepto en el caldero habitado por el chiquillo.

Gringoire no se atrevía a respirar ni a levantar los ojos.