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Nuestra Señora de Paris.

Gringoire no huyó, pero tampoco dió un paso mas.

Llegóse á él Quasimodo, arrojóle de un manoton á cuatro pasos de distancia, y volvió á sumergirse en la sombra llevándose á la doncella doblegaba sobre uno de sus brazos como una madeja de seda.—Su compañero iba detras, y la pobre cabra les seguia lanzando lastimeros balidos.

— ¡Ladrones! ¡ladrones! —gritaba la pobre gitana.

— ¡Alto ahi, miserables! y soltad á esa hembra,— dijo repentinamente con voz de trueno un ginete que saltó de improviso de una calle inmediata.

Era este un capitan de los arqueros de la guardia del rey, armado de punta en blanco, con la tizona en la mano.

Arrancó á la gitana de entre los brazos del atónito Quasimodo y colocóla á la grupa de su caballo; y en el instante mismo en que el terrible jorobado, vuelto en sí de su asombro, se precipitaba sobre él para arrancarle su presa, quince ó diez y seis arqueros que seguian de cerca á su capitan, acudieron en su ayuda con el chafarote desenvainado. Eran una patrulla que andaba aquella noche de ronda, por órden del Sr. Roberto de Estouteville, intendente del prebostazgo de Paris.

Cercaron, prendieron, maniataron á Quasimodo que rugia, echaba espumarajos por la boca, y repartia fieros mordiscos á diestro y siniestro; y es seguro que si hubiera sido de dia, solo su rostro, afeado mas y mas por la cólera, hubiera bastado para poner en fuga á toda la patrulla. Pero durante la noche carecia efpobre diablo de la mas poderosa de sus armas, su fealdad.

Durante la lucha habia desaparecido su compañero.

Sentóse graciosamente la gitana sobre la silla del oficial, apoyó entrambas manos sobre los hombros del mancebo, y miróle de hito en hito por algunos momentos, como hechizada de su gallardo continente y del auxilio que acababa de darla en su aventura. Luego, rompiendo el silencio la primera, díjole suavizando aun mas el suave acento de su voz.

— ¿Como os llamais, señor soldado?

— El capitan Febo de Chateaupers, para serviros, prenda mia,—respondió el oficial gallardeándose.

— Gracias,—respondió la gitana.

Y mientras el capitan Febo atusaba su mustacho á la borgoñona deslizóse ella del caballo como una flecha que cae al suelo, y desapareció.

No hubiera tardado mas un relámpago en desvanecerse.

— ¡Ombligo del papa! —dijo el capitan mandando apretar las correas de Quasimodo;—mejor hubiera querido quedarme con la mozuela.

— ¡Como ha de ser, capitan!—dijo un soldado;—volóse la alondra, pero nos queda el mochuelo.


V.

CONTINUAN LOS INCONVENIENTES.


Gringoire, atolondrado aun de su caida, estaba todavía en tierra delante de la Sta. Virgen de la esquina; mas no tardó en ir poco á poco volviendo en sí. Permaneció por algunos instantes flotando en una especie de enajenacion algun tanto soñolienta y medianamente suave, en que las formas aéreas de la gitana y de la cabra, formaban misterioso ayuntamiento con el fornido puño de Quasimodo. Poco duró aquel estado; una impresión harto aguda de frio en la parte de su cuerpo que se hallaba en contacto inmediato con el suelo le despaviló de repente.—De dónde diablos me viene este frio,—dijo no poco mohino, y entónces advirtió que se hallaba precisamente en mitad de un arroyo.

— ¡Maldito cíclope jorobado!—murmuró entre dientes, haciendo por ponerse de pié. Pero estaba el pobre poeta sobradamente magullado y contuso, por lo que tuvo que quedarse inmóbil. Mas como tenia por fortuna las manos libres, tapóse las narices y se resignó.

— El lodo de Paris,—decia (porque estaba ya punto menos que seguro de que decididamente el arroyo seria su cama por aquella noche; ¿y qué hacer en una cama á ménos que no sueñe?)—el lodo de París es singularmente pestífero, por lo que debe contener gran cantidad de sal volátil y nitrosa. Tal es al ménos la opinión de maese Nicolas Flamel y de los herméticos...

La palabra herméticos le trajo de súbito á las mientes la idea del arcediano Claudio Frollo. Acordóse de la violenta escena que acababa de entrever; de que forcejeaba la gitana entre dos hombres, y de que Quasimodo tenía un compañero; y la fisonomia tétrica y altiva del arcediano pasó confusamente por su imaginacion.— ¡Cosa extraña seria!...—dijo: y con aquel dato y sobre aquella base empezó á construir el fantástico edificio de las hipótesis, verdadero castillo en el aire de los filósofos. Mas luego, volviendo de pronto a la realidad:—¡Cáspita, dijo— yo me hielo!

Aquél sitio con efecto iba siendo por instantes mas y mas insoportable. Cada molécula del agua del arroyo absorbia una molécula del calórico latente de las costillas de Gringoire, y ya empezaba á establecerse de un modo harto cruel el equilibrio entre la temperatura de su cuerpo y la del arroyo.

Vino en esto a amagarle un peligro de muy distinta naturaleza.

Un grupo de chiquillos, de esos pequeños salvajes descalzos que en todos tiempos han hollado el empedrado de Paris, bajo el eterno nombre de pilluelos, y que cuando éramos muchachos como ellos, nos apedreaban todas las tardes al salir del aula, porque no llevábamos los calzones rotos; una bandada pues de aquellos pilluelos acudia hácia la encrucijada en que yacia Gringoire con gritos y risotadas que no debian dar mucho gusto al sueño de los vecinos. Llevaban arrastrando no sé que talego informe, y solo el ruido de sus abarcas hubiera despertado á un muerto. Gringoire, que no lo estaba aun del todo, se incorporó algun tanto.

— ¡Ohé! ¡Hennepin Dandeche! ¡ohé! ¡Juan Pincebourde! —decian á voz en grito;—el viejo Juan Moubon, el herrero de la esquina, acaba de morir; tenemos su jergon y vamos á hacer una hoguera. ¡Hoy es el dia de los Flamencos!

Y en esto precipitaron el jergon sobre Gingoire, junto al cual habian llegado sin verle, al mismo tiempo cogió uno de ellos un puñado de paja, y fué á encenderla en la lámpara de la Virgen.

— ¡Muerte en Cristo!—murmuró Gringoire,—¿si iré ahora á tener demasiado calor?

El momento era crítico. Iba el pobre poeta á verse cogido entre el fuego y el agua; hizo pues un esfuerzo sobrenatural, un esfuerzo de monedero falso á quien van á freir y que trata de escaparse, y se puso en pié, arrojando el jergon sobre los muchachos, y poniendo pies en polvorosa.

— ¡Virgen santa!—gritaron los pillos;— ¡el herrero que vuelve!

Y apretaron también á correr por otro lado.

Quedó el jergon dueño del campo de batalla. Aseguran Belleforet, el P. le Juge y Corrozet que al día siguiente fue recogido con gran pompa por el clero del barrio y llevado al tesoro de la iglesia Santa Oportuna, donde sacó el sacristan hasta 1789 una pingüe renta con el gran milagro de la Virgen de la esquina de la calle Mauconseil, que, con sólo su presencia, en la memorable noche del 6 al 7 de enero de 1482, exorcizó al difunto Juan Moubon, el cual, para dar que hacer al diablo, había, al morir, escondido maliciosamente su alma en el jergon.