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Biblioteca de Gaspar y Roig.

la mesa de mármol á la tarima, desde la extremidad meridional de la sala al lado occidental. Nada podía desencantar al auditorio, todos los ojos estaban fijos alli, y los recien llegados y sus nombres malditos, y sus caras y sus vestidos eran un objeto de continua diversion. Era aquella una verdadera desesperacion. Excepto Gisquette y Lienarda, que se volvian de tiempo en tiempo, cuando Gringoire las tiraba de la manga; excepto el gordo parciente de quien antes hablamos, nadie escuchaba, nadie miraba de frente á la pobre moralidad abandonada. Gringoire no veia mas que perfiles. ¡Con cuanta amargura veia derrumbarse uno á uno todos los pilares de su imaginario templo de gloria y de poesia! ¡Y pensar que aquel pueblo habia estado á punto de revelarse contra el Sr. alcaide por impaciencia de oir su obra! ¡Y ahora que la tenia no se curaba de ella! ¡De aquella misma representacion que habia empezado con tan unanimes aclamaciones! Eterno flujo y reflujo del favor popular. ¡Pensar que á poco mas iban á horcar á los maceros del alcaide! ¿Qué no hubiera dado por hallarse todavia en aquella hora de miel?

Cesó por fin el brutal monólogo del hugier; todos habian llegado, y Gringoire empezó á respirar; los actores continuaban impávidos. Pero ¿querrán creer nuestros lectores que maese Coppenole, el calcetero, se pone en pié á lo mejor, y que Gringoire le oye pronunciar en medio de la atencion universal, la siguiente arenga abominable?

—Señores bidalgos y plebeyos de Paris; voto á tal que no sé lo que estamos naciendo aqui. Bien veo allá, en aquel rincon á unos cuantos monigotes que hacen como si quisieran regañar; no sé si es eso lo que llamais un misterio, pero á fe que no es divertido; disputan con la lengua y nada mas. Un cuarto de hora hace que estoy esperando el primer zurrio, pero nada;— son unos gallinas que no saben mas que decirse desvergüenzas. Debiérais haber hecho venir unos cuantos boxeadores de Lóndres ó de Rotterdam, y entónces hubiera andado el puñetazo seco que se hubiera oido desde la plaza; pero estos petates me dan lástima. Deberian darnos por lo ménos una danza á la morisca, ó alguna otra momeria.—No es eso lo que me habian dicho; se me prometió una fiesta de locos con eleccion de papa.—Tambien nosotros tenemos en Gante nuestro papado locos, ven eso á nadie cedemos; ¡Cruz de Dios! Nosotros lo hacemos asi; se reune una cuadrilla como esta: luego cada cual por turno mete la cabeza en un agujero y hace una mueca á los otros, y el que hace la mas fea, por aclamacion unánime ese es el papa;—y se acabó. Es muy divertido. ¿Quereis que hagamos un papa á la moda de mi pais? Siempre será mejor que escuchar á esos machacas; y si ellos quieren tambien venir á hacer su mueca, entrarán en la broma.—¿Qué os parece, señores hidalguillos y villanos? Aqui tenemos una muestra bastante grotesca de ambos sexos, y somos todos pasablemente feos, para que se puedan esperar muy regulares caricaturas.

Gringoire hubiera querido responder: la estupefaccion, la cólera, la indignacion le quitaron la palabra.

—Ademas la mocion del calcetero popular fue recibida con tal entusiasmo por aquellos nombres lisongeados de que los llamasen hidalguillos, que toda resistencia hubiera sido inútil, fue preciso dejarse llevar por la corriente. Cubrióse Gringoire el rostro con ambas manos, no siendo bastante rico para tener un manto con que cubrirse la cabeza, como el Agamenon de Timantes.


V.

QUASIMODO.


Todo estuvo pronto en un santiamen para ejecutar la idea de Coppenole; estudiantes, rufianes y miembros de la Basoche, todos pusieron manos á la obra. Fue elegida para teatro de los gestos la pequeña capilla situada en frente de la mesa de mármol: roto un vidrio del lindo roseton que estaba encima de la puerta, dejó expedito un circulo de piedra, por el cual se decidió que pasarian la cabeza los concurrentes. Bastaba para llegar á él, subirse sobre dos toneles sacados de no sé donde, y colocados unos sobre otro como Dios queria. Convínose en que cada candidato, hombre ó mujer, (porque se podia elegir una papesa) para dejar vírgen y entera la impresion de su gesto, se taparia la cara y se esconderia en la capilla hasta el momento de hacer su aparicion. En ménos de un momento llenóse la capilla de concurrentes, detras de los cuales se cerró la puerta.

Coppenole desde su sitio, lo mandaba, lo disponia, lo arreglaba todo. Durante la barahunda, el Cardenal no ménos escandalizado que Gringoire, so pretesto de quehaceres y de vísperas, se esquivó con toda su comitiva, sin que aquella muchedumbre, en quien tanta impresion habia hecho su llegada se curáse en lo mas mínimo de su partida. Guillermo Rym fue el único que advirtió la derrota de su eminencia. La atencion popular, como el sol, proseguia su revolucion periódica despues de haber salido de un extremo de la sala, de haberse detenido un buen rato en la mitad, hallábase á la sazon en el otro extremo. La mesa de mármol, la tarima de brocado, habian tenido su época; ya era llegada la de la capilla de Luis XI. Abierto quedó desde entónces el campo á todo género de demasias; ya no quedaban mas que flamencos y canalla.

Empezaron las muecas. La primera figura que apareció en la ventana con los párpados vueltos hácia arriba, con una boca hendida en forma de herradura, y una frente rugosa como nuestras botas á lo húsar del tiempo del imperio, hizo estallar una risa tan inextinguible, que Homero hubiera comparado á una asamblea de dioses aquella asamblea de rufianes. La sala grande sin embargo no era en manera alguna el Olimpo, y el pobre Júpiter de Gringoire lo sabia mejor que nadie. Segunda, tercera mueca sucedieron á la primera, y luego otra, y luego otra, y siempre aumentaban las carcajadas y los palmoteos y la jarana. Habia en aquel espectáculo no sé que vértigo particular, no sé que fuerza de delirio y fascinacion de que difícil nos seria dar una idea al lector, de nuestros dias y de nuestra sociedad. Imagínese una série de rostros presentando sucesivamente rodas las formas geométricas, desde el triángulo hasta el trapecio, desde el cono hasta el poliedro; todas las expresiones humanas, desde la cólera hasta la lujuria; todas las edades, desde las arrugas del recien nacido hasta las de la vieja moribunda; todas las fantasmagorías religiosas desde Fauno basta Belcebú; todos los perfiles de animales, desde las fauces hasta el pico, desde el hocico hasta el morro. Imagínese todos los mascarones del Puente Nuevo, aquellas pesadillas petrificadas bajo la mano de German Pilon vivas y animadas, y viniendo á mirarle por turno cara á cara con ardientes ojos; todas las máscaras del carnaval de Venecia sucediéndose en una linterna mágica; én una palabra, un kaleidoscopo humano.

La orgia era cada vez mas flamenca; apénas hubiera podido Teniers dar una idea perfecta de ella. Imagínese el lector la batalla de Salvator Rosa en Bacanal. Ya no habia alli ni estudiantes, ni embajadores, ni hidalguillos, ni hombres, ni mujeres, ni Clopin Trouillefou, ni Gil Elcornudo, ni Maria Quatrelivres, ni Robin Poussepain: todo desaparecia en medio de la licencia universal. La sala grande no era mas que un horno inmenso de desfachatez y jovialidad, en que cada boca era un grito, cada ojo un relámpago, cada cara un jesto, cada individuo una postura: el total gritaba y aullaba. Las caras chavacanas