entónces habia estado tan inoportunamente cerrada, abrióse aun mas inoportunamente todavia; y la sonora voz del hugier anunció con brusco acento:
— Su eminencia monseñor el Cardenal de Borbon.
III.
EL SEÑOR CARDENAL.
¡Pobre Gringoire! el estruendo de todos los cohetes de S. Juan, la descarga de veinte arcabuces á la vez, la detonacion de aquella famosa serpentina de la torre de Billy que durante el sitio de Paris, el domingo 20 de setiembre de 1465 mató de un tiro á siete borgoñones, la explosion de toda la pólvora almacenada en la puerta del templo, con menos aspereza le hubiera desgarrado los oidos en aquel momento solemne y dramático que estas pocas palabras salidas de la boca de un hugier: Su eminencia monseñor el cardenal de Borbon.
Y no se crea que Pedro Gringoire temiese ó despreciase al Sr. Cardenal; no era capaz de semejante flaqueza ni de tamaña demasia. Verdadero ecléctico, como hoy se diria, era Gringoire uno de aquellos hombres firmes y magnánimos, serenos y moderados que siempre saben colocarse en el justo medio de todo(stare in dimidio rerum), y estan llenos de razon y liberal filosotia. Raza preciosa y nunca interrumpida de filosolia á quienes la sabiduria, como otra Ariadne parece haber dado un ovillo misterioso que ellos van devanando desde el principio del mundo por entre el confuso laberinto de las cosas humanas. Véselos siempre en todos tiempos, y siempre los mismos, es decir, con arreglo á todos los tiempos. Y sin contar á nuestro Pedro Gringoire que los representaria en el siglo XV si lográramos darle todas las ilustraciones que merece, no hay duda que su espiritu era y no otro elque animaba al padre Du Breul cuando escribia en el XVI estas palabras sublimes de candor y dignas de todos los siglos:— «Yo soy parisiense de nacion y parrhisiano en el hablar, pues parrhisia en griego significa libertad de »hablar; de la cual he hecho uso hasta con monseñores los cardenales, tio y hermano de monseñor el príncipe »de Conty, aun con respeto á su alteza, y sin ofender á nadie de »su casa, que es mucho.»
No habia pues oido al cardenal ni menospreció á su persona en la impresion desagradable que produjo en Gringoire su presencia. Antes muy por el contrario nuestro poeta poseia demasiado seso y una ropilla demasiado raida para no tener á gran fortuna que varias alusiones de su prólogo, y en particular la glorificacion del delfin, hijo del leon de Francia, penetrasen en las eminentísimas orejas. Pero no es el sórdido interes el que domina en la noble naturaleza de los poetas. Quiero suponer que se represente por el número diez la entidad del poeta; es bien seguro que si un quimico la analizara y farmacopolizara, como dice Ranciais, hallaria la compuesta de una parte de interes, y de nueve de amor propio. Ahora bien, en el momento en que se abrió la puerta para el cardenal, las nueve partes de amor propio de Gringoire, hinchadas y tumefactas al soplo de la admiracion pública se hallaban en un estado de abultamiento prodigioso, bajo el cual desaparecia, bien asi como anonadada, aquella imperceptible molécula de interes que poco há distinguimos en la constitucion de los poetas; ingrediente precioso seguramente, lastre de realidad y de humanidad sin el cual no tocarian á la tierra con los pies. Gozaba Gringoire la dicha de sentir, de ver, de palpar, por decirlo asi, una asamblea entera, compuesta de canalla, es verdad pero ¿qué importa? estupefacta, petrificada y como asfixiada ante las incomensurables relaciones que á cada punto brotaban de todas las partes de su epitalámio. Yo aseguro que participaba de la dulzura general, y que á diferencia de La Fontaine que en la representacion de su comedia el Florentino preguntaba:—¿Quien es el majadero que ha hecho esa rapsodia?—Gringoire estaba á punto de preguntar al que tenia á su lado;— ¿De quien es ese prodigio del arte?—Juzgue ahora el lector del efecto que produciria en su ánimo la súbita é intempestiva llegada del Cardenal.
Y todos sus temores se realizaron: la entrada de su eminencia alborotó al auditorio; todas las cabezas se volvieron hácia el tablado. Era cosa de no oirse unos á otros:—¡El Cardenal! ¡el Cardenal! repetian todas las bocas..... El desdichado prólogo hizo alto por segunda vez.
Detúvose un momento el Cardenal sobre el borde del tablado, y mientras echaba una mirada asaz indiferente sobre el auditorio, aumentó el tumulto porque cada cual para verle mejor que los demas se levantaba en puntillas.
Era en efecto su eminencia un alto personaje, y cuyo espectáculo valia tanto por lo ménos como cualquiera otro. Cárlos, Cardenal de Borbon, arzobispo y conde de Leon, primado de las Calias, estaba tambien emparentado con Luis XI por su hermano Pedro, señor de Beaujeu, casado con la hija mayor del rey, y con Cárlos, el Temerario, por parte de su madre Ines de Borgoña. El carácter dominante y distintivo del primado de las Galias, era el espiritu cortesano y la devocion al poder. Fácil es por lo tanto formarse idea de los infinitos apuros que le habia acarreado aquel doble parentesco, y de todos los escollos temporales entre que habia debido bordear su barca espiritual para no estrellarse en Luis ni en Cárlos, aquella Escila y Caribdis que habian devorado al duque de Nemours y al condestable de San Pol. Gracias á Dios, habia salido bastante airoso de la travesia y llegado sano y salvo á Roma; pero aunque estaba ya en el puerto, y precisamente porque estaba en el puerto, nunca recordaba sin inquietud los muchos azares de su vida politica, por tantos años sobresaltada y laboriosa. Por eso tenia costumbre de decir que el año de 1476 habia sido para él negro y blanco aludiendo á que habia perdido en el mismo año á su madre la duquesa del Borbones y á su primo el duque de Borgoña, de modo que una pérdida le habia consolado de la otra.
Por lo demas, era todo un buen hombre; hombre que pasaba alegremente su vida de cardenal, solia aturcarse de cuando en cuando con los vinos de la cosecha real de Challuan, no era nada enemigo de Ricarda la Garmoise y de Tomasa la Saillarde, daba mas limosnas á las jóvenes que á las viejas, razones por las cuales era bastante bien quisto del pueblo de Paris. Iba siempre rodeado de una pequeña corte de obispos, de abates de alta categoria, galanes, picarescos y gente con quien se podia contar para una francachela. Mas de una vez las devotas de S. German d'Auxere, al pasar de noche por debajo de las ventanas iluminadas del palacio Borbon, se habian escandalizado de oir las mismas voces que cantaban á visperas durante el dia, salmodiar al retintin de los vasos el proberbio báquico de Benedico XII, aquel papa que añadió una tercera corona á la tiara: Bibamus papaliter.
Esta popularidad, tan justamente adquirida, fue sin duda la que á su entrada le preservó de ser mal recibido por aquella gente, poco ántes tan descontenta, y poco dispuesta ademas á respetar áun cardenal el dia mismo en que iba á elegir un papa.—Los parisienses no guardan rencor, y ademas, habiendo hecho comenzar la representacion por su propia autoridad, venció el pueblo al Cardenal y este triunfo bastaba á satisfacer su vanidad. Por lo demas el señor Cardenal de Borbon era muy buen mozo; tenia unos hábitos de escarlata, que sabia manejar con singular donaire, lo que equivale á decir que estaban por él todas las mujeres, y por consiguiente la mejor mitad del auditorio. Ciertamente hubiera sido una prueba de injusticia y del mal gusto torear á un cardenal por haberse hecho esperar,