de la abadía habitada por los criados, no habia ninguno cerca, no tenía medios de llamarlos en mi ayuda sin abandonar la cámara por algunos instantes, y esto no podía aventurarme á hacerlo.
Luché, pues, solo, por llamar á la tierra aquel espíritu que aún no la había abandonado. En un breve período, es cierto, sin embargo, que una recaída tuvo lugar; el color desapareció de los párpados y las mejillas, dejando una palidez más grande que la del mármol; los labios se torcieron y apretaron con la siniestra expresión de la muerte; una repulsiva viscosidad y frialdad se derramó rápidamente sobre la superficie del cuerpo, y toda la habitual rigidez apareció en el acto.
Una hora había corrido así, cuando (¿podia ser posible?) percibí por segunda vez un vago sonido que partía de la región del lecho. Puse el oído, en la extremidad del horror. El sonido apareció de nuevo; era un suspiro. Arrojándome sobre el cadáver, vi, vi distintamente un temblor sobre los labios. Un instante después se relajaron, descubriendo una brillante línea de perlas. El espanto luchó entonces en mi pecho con el profundo miedo que habia hasta allí reinado en él. Sentí que mi vista se enturbiaba, que mi razón huía: y fué únicamente por un violento esfuerzo, que conseguí, al último, excitarme a la tarea que el deber me señalaba una vez más. Había entonces un parcial color rojo sobre la frente, sobre las mejillas y garganta; un perceptible calor penetraba el cuerpo todo; había hasta un pequeño latir del corazón. La lady vivía, y con redoblado ardor me apliqué á la tarea de hacerla volver en sí. Froté y bañé sus sienes, y practiqué todas las operaciones que