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LIGEIA

vi, caer dentro de la copa, como de alguna invisible fuente sostenida en la atmósfera de la cámara, tres ó cuatro anchas gotas de un liquido brillante, color rubí. Si yo vi esto, no lo vió lady Rowena. Bebió el vino sin vacilar, y me abstuve de hablarle de una circunstancia que debe, después de todo, me dije, no haber sido más que la sugestión de una vívida fantasía, hecha mórbidamente activa por el terror de la lady, por el opio y por la hora.

Sin embargo, no pude ocultar á mi propia percepción que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, un rápido cambio se operó en la indisposición de mi esposa; cambio tan fatal, que á la tercera noche subsecuente las manos de sus criados la preparaban para la tumba, y á la cuarta me senté solo con su amortajado cuerpo en aquella fantástica cámara que la había recibido como mi esposa.

Extrañas visiones, engendradas por el opio, revoloteaban como sombras delante de mí. Miraba con inquietos ojos los sarcófagos en los ángulos del cuarto, las variantes figuras del cortinaje y el entrelazamiento de las llamas de mil colores en el incensario que pendía del techo. Mis miradas entonces cayeron, al recordar las circunstancias de una de aquellas noches que habían antecedido á la muerte de lady Rowena, sobre el sitio que quedaba bajo el resplandor del incensario, donde había visto las débiles huellas de la sombra. Ya no estaba allí, sin embargo; y respirando con más libertad, volvi mis ojos á la pálida y rígida figura que yacía sobre el lecho. Brotaron en mi cerebro multitud de recuerdos de Ligeia, y volví á sentir en mi corazón, con la turbulenta violencia de un torrente, toda aquella