una horrorosa é inquieta animación á todas las figuras.
En una tal cámara en una cámara nupcial como esa, pasé con lady de Tremaine las profanas horas del primer mes de nuestro matrimonio; las pasé con bastante pena, á la verdad. Que mi esposa temía los capriclios feroces de mi genio; que me evitaba y no me quería, me era imposible dejar de percibirlo, pero ello me daba más bien placer que otra cosa. La aborrecía yo con un odio, que pertenece más al demonio que á los hombres. Mi memoria retrocedía (¡oh, con qué intensidad de amargura!) á Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la que habitaba el sepulcro. Me regocijaba con los recuerdos de su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su apasionado é idólatra amor. Y entonces mi espiritu ardía con más pasión que el de ella misma. En las excitaciones de mis sueños de opio (porque, habitualmente, me hallaba bajo el imperio del veneno), la llamaba por su nombre en voz alta, durante el silencio de la noche, ó en las solitarias profundidades de los valles, de día, como si con la salvaje energía, la solemne pasión, el consumidor ardor de mi ansia por la muerta, la hubiera podido volver al sendero que había abandonado sobre la tierra; ¡ah! ¿podía haber desaparecido para siempre?
Hacía el comienzo del segundo mes del matrimonio, lady Rowena fué atacada por una repentina enfermedad, de la que se recobró muy lentamente. La fiebre que la consumía le hacía inquietas sus noches; y en su perturbado estado de semi-sueño, hablaba de sonidos y de movimientos, en y alrededor de la cámara, cosas que me pareció no tenían origen sino en el desorden de su