sarcófago de granito negro, sacado de las tumbas de los reyes de Luxor, con sus tapas antiguas llenas de inmemorables esculturas. Pero en el cortinaje del cuarto, era donde residía la principal extravagancia.
Las elevadas paredes, verdaderamente asombrosas en altura, desproporcionadamente altas, estaban cubiertas del techo al suelo con una pesada tapicería, en apariencia maciza, tapicería que descendía en grandes dobleces, y que era de un material que se encontraba, á la vez, como una cubierta en las otomanas y el lecho de ébano, como un pabellón en el lecho, y como las oslentosas volutas de las cortinas que daban sombra parcialmente á la ventana. El material, era el más rico paño de oro. Estaba todo salpicado, á intervalos irregulares, con figuras arabescas, de cerca de un pie de diámetro, y trabajadas en el paño en modelos del negro más profundo.
Pero estas figuras compartían el verdadero carácter de lo arabesco, únicamente cuando eran miradas de un solo punto de vista. Por una invención, ahora común, y en realidad trazable á un muy remoto período de la antigüedad, eran de un aspecto cambiante. Para el que entraba á la cámara, tenían la apariencia de simples monstruosidades; pero si adelantaba más, esa apariencia desparecía gradualmente; y paso á paso, á medida que la persona movía su posición en el cuarto, se veía rodeado de una infinita sucesión de las lúgubres formas, que pertenecen á la superstición de los normandos, ó nacen en los culpables sueños de los monjes. El fantasmagórico efecto era vastamento acrecido por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire por detrás del cortinajé, lo que daba