— ¡Oh Dios! gritó Ligeia, enderezándose y extendiendo sus brazos hacia arriba con un movimienlo espasmódico. ¡Oh Dios! ¡oh Divino Padre! ¿deben estas cosas suceder implacablemente? ¿ese conquistador no será alguna vez conquistado? ¿No somos parte y partícula de tí? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad con su vigor? «El hombre no cede á los ángeles y á la muerte por completo, salvo únicamente por la debilidad de su volición.»
Y entonces, como si estuviera agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos, y reposó solemnemente sobre su lecho de muerte. Y cuando lanzó sus últimos suspiros, mezclado con ellos escapó un ligero murmullo de sus labios. Inclinó cuanto pude mi oído, y distinguí de nuevo las finales palabras del pasaje de Glanvill: El hombre no cede á los ángeles y á la muerte por completo, salvo únicamenie por la debilidad de su volición.
Después murió; y yo, hundido en el polvo por la pena, no pude soportar por más tiempo la solitaria desolación de mi permanencia en la sombría y arruinada ciudad cerca del Rin. No carecía de lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había llevado mucho más, muchísimo más de lo que ordinariamente toca en suerte á los mortales. Después de algunos meses de cansado é incierto vagar por todas partes, compré é hice reparar algo una abadía, que no nombraré, en una de las más salvajes y menos frecuentadas porciones de la hermosa Inglaterra. La lúgubre y horrorosa grandeza del edificio, el bravío aspecto del dominio, los recuerdos melancólicos y venerables que se unían á esas dos circunstancias, se avenían bien con los sentimientos de