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LA MÁSCARA DE LA MUERTE

los pechos; los músicos se miraban unos á otros y sonreían como de su propia nerviosidad y tontería, y en voz baja juraban entre sí, que el próximo sonido del reloj no produciría en ellos semejante emoción; y entonces y después del lapso de los sesenta minutos — que abraza tres mil seiscientos segundos del tiempo que huye — volvía otra vez el sonido del reloj y suce­día lo mismo que antes: el mismo desconcierto, el mismo temblor, la misma meditación.

Pero, á despecho de esas cosas, era una alegre y mag­nífica bacanal. Los gustos del príncipe eran singulares. Tenía buen ojo para los colores y los efectos. Desde­ñaba las decoraciones de la simple moda. Sus planes eran atrevidos y salvajes, y sus concepciones brillaban por una esplendidez soberana. Hay gentes que le hubieran creído loco. Sus compañeros comprendían que no lo era. Era necesario oírle, verle y tocarle para convencerse de que no lo era.

Había dirigido, en gran parte, el embellecimiento de los siete cuartos, en ocasión de esta gran fiesta, y había sido su propio gusto el que había dado carácter á los disfraces. Seguramente eran grotescos. Había mucho brillo, mucho de picante y de fantástico — mucho de lo que se ha visto después en Hernani. Había figuras ara­bescas, con adornos y vestidos extraños. Había caprichos de delirio como los trajes de los locos. Había mu­cho de bello, mucho de fastuoso, mucho de extrava­gante, algo de terrible y no poco de lo que puede exci­tar disgusto. En una palabra, los siete cuartos eran recorridos por una multitud de ensueños, que se ba­lanceaban aquí y allá. Y éstos — los ensueños — se agitaban en todos sentidos, tomando color diferente en

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