sagaz. Cuando sus dominios hubieron sido despoblados de casi la mitad, llamó á su presencia á un millar de vigorosos y alegres amigos que escogió entre los caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos á la profunda soledad de uno de sus almenados castillos.
Era un extenso y magnifico edificio, creación del excéntrico aunque regio gusto del príncipe mismo. Una fuerte y elevada muralla lo circundaba completamente. Esta muralla tenía puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, con ayuda de hornos y gruesos martillos; soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar medios ningunos de entrada á los impulsos repentinos de la desesperación ó á los de frenesí, del interior. El castillo fué abundantemente provisto de víveres. Con semejantes precauciones, los cortesanos podían mandar desafiar á la epidemia. El mundo del exterior se cuidaría á si propio. Mientras tanto, era un crimen apesadumbrarse ó pensar. El príncipe había llevado todos los accesorios del placer. Había bufones, había improvisadores, había bailarines, había músicos, había belleza, había vino. Todo esto y la seguridad, adentro. Afuera, la Muerte Roja.
Fué hacia el fin del quinto ó sexto mes de reclusión, y mientras la peste asolaba más furiosamente en el exterior, que el príncipe Próspero convidó sus mil amigos para un baile de máscaras de la más soberbia magnificencia.
Era una voluptuosa escena, aquella mascarada. Pero dejad que describa antes las habitaciones en que tenía lugar. Eran siete; una serie imperial. En muchos palacios, sin embargo, tales series forman una larga perspectiva recta, pues las batientes de las puertas, asenta-