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CUATRO BESTIAS EN UNA

cias del Universo y el más maravilloso de los camaleo­pardos! ¡Santo cielo! ¡Posees unas piernas que son tu mejor defensa! ¡Así vas bien, camaleopardo! ¡Glo­rioso Antioco! ¡Corre, salta, vuela! ¡Como una fle­cha lanzada por la catapulta se aproxima al Hipó­dromo! ¡Corre! ¡Da un grito! ¡ya llegó! Suerte has tenido; porque ¡oh, Gloria del Oriente! si tardas medio segundo más en llegar á las puertas del anfiteatro, no hubiera habido en Epidafne un solo oso, por pequeño que fuese, que no se cebase en tu osamenta. Vámonos, partamos, porque nuestros modernos oídos son dema­siado delicados para soportar el inmenso estrépito que va á empezar en honor de la libertad del rey. ¡Oid! ya ha empezado. Toda la ciudad está alborotada.

— ¡He ahí ciertamente la ciudad más populosa de Oriente! ¡Qué hormigueo de pueblo! ¡Qué confusión de clases y edades! ¡Qué variedad de trajes! ¡Qué Babel de lenguas! ¡Qué gritos de bestias! ¡Qué estré­pito de instrumentos! ¡Qué pandilla de filósofos!

— ¡Vámonos, vámonos!

— Un momento aún, veo en el Hipódromo una gran algazara; dígame, por favor, ¿qué significa?

— ¿Esto? ¡oh, nada! Los nobles y libres ciudada­nos de Epidafne, hallándose, según declaran, satisfe­chos por completo de la lealtad, bravura, sabiduría y divinidad de su rey, y ademas, habiendo sido testigos de su reciente agilidad sobrehumana, piensan llenar un deber depositando sobre su frente (además del lau­rel poético), una nueva corona, premio de la carrera á pie, corona que será preciso que obtenga en las fies­tas de la próxima Olimpiada y que naturalmente le de­cretan hoy por adelantado.