reinó un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda hilera, después la tercera y la cuarta; entonces oí las furiosas vibraciones de la cadena. El ruido duró algunos minutos, durante los cuales, para recrearme más á mi sabor, interrumpí mi trabajo y me acurruqué sobre los huesos. Al fin, cuando se apaciguó el ruido, volví á tomar mi llana, y acabé la quinta, sexta y séptima hileras. El muro me llegaba ya al pecho.
Hice una nueva pausa y elevando las antorchas por encima de la albañilería hioe caer algunos rayos sobre el personaje encerrado.
Una serie de gritos grandes y agudos brotó de repente de la garganta del encadenado, y por decirlo así me hizo retroceder. Durante un momento vacilé y temblé. Saqué mi espada y empecé á dar estocadas á través del nicho ¡pero un instante de reflexión bastó para tranquilizarme. Coloqué la mano sobre la albañileria maciza del nicho, y me serené por completo.
Acerquéme al muro y respondí á los aullidos de mi hombre haciéndoles eco y acompañamiento, y sobrepujándoles en volumen é intensidad. De esta manera conseguí que quedase tranquilo.
Era entonces media noche, y mi tarea tocaba á su fin. Ya había complotado mi octava, novena y décima hilera. Había terminado parte de la décima y última; no me quedaba más que una sola piedra que ajustar y pegar. Movíla con fuerza y la coloqué casi en la posición deseada. Pero entonces se escapó del nicho una risa ahogada que hizo erizarse mis cabellos. Á esta risa sucedió una voz triste que reconocí difícilmente por la del noble Fortunato. La voz decía:
— ¡Ja!¡ja! ¡ja! ¡je!¡je! — ¡En verdad que es una