— ¡Basta! — dijo — la tos no es nada. Esto no me matará. No me moriré por un constipado.
— Es verdad, es verdad — repliqué — y á la verdad no tenía la intención de alarmar á Vd. inútilmente; pero debe Vd. tomar sus precauciones. Un trago de este medoc defenderá á Vd. de la humedad.
— Al decir esto cogí una botella de una larga fila colocada en el suelo y hice saltar el tapón.
— ¡Beba Vd.! — dije presentándole el vino.
Llevó á sus labios la botella mirándome con el rabo del ojo. Hizo una pausa, me saludó familiarmente (sonaron los cascabeles) y dijo:
— ¡Á la salud de los difuntos que descansan en derredor nuestro!
— ¡Y yo brindo porque tenga Vd. larga vida!
Volvió á coger mi brazo y nos pusimos de nuevo en marcha.
— Estas bodegas, — dijo — son muy vastas.
— Los Montresors — repliqué — eran una grande y numerosa familia.
— He olvidado las armas de vuestra casa.
— Un gran pie de oro en campo de gules; el pie aplasta una serpiente, cuyos dientes se hunden en el talón.
— ¿Y la divisa?
— Nemo impune me lacessit.
— ¡Magnífico! — dijo.
El vino centelleaba en sus ojos, y los cascabeles se entrechocaban.
El medoc me habia también excitado un poco. Habíamos llegado á través de paredes de huesos apilados mezclados con barricas y piezas de vino, á las últi-