Un segundo cambio había tenido lugar en la celda — y ahora este cambio era evidentemente en la forma. Como la primera vez, fué en vario que buscara el apreciar ó comprender lo que pasaba. Pero no se me dejó mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición marchaba á gran paso, desorientada dos veces por mi dicha, y no había que jugar más con el rey de los Terrores. El cuarto había sido cuadrado. Me apercibí que dos de sus ángulos de hierro eran ahora agudos dos consecuentemente obtusos. El terrible contraste aumentaba rápidamente, con un murmullo y un gemido sordo.. En un instante el cuarto había cambiado su forma en la de un losange. Pero la trasformación no se detuvo ahí.
Yo habría aplicado los muros rojos contra mi pecho, como un vestido de eterna paz. — ¡La muerte — me dije — no importa que muerte, excepto la del pozo! — ¡Insensato! ¿Cómo no había comprendido que era necesario el pozo, que ese pozo solo era la razón del hierro ardiente que me asediaba? ¿Podía resistir á su ardor? ¿Y hasta, suponiéndolo, podía permanecer firme contra su presión? Y ahora el losange se aplanaba; se aplanaba con una rapidez que no me dejaba el tiempo de la reflexión. Su centro, colocado sobre la línea de su más grande anchura, coincidía justamente con el abismo abierto. Traté de retroceder — pero los muros, apretándose, me estrechaban irresistiblemente. En fin, llegó un momento en que mi cuerpo quemado y — contorsionado, encontraba apenas su lugar; donde lo había para mí fué sobre el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exhaló en un grande y largo grito supremo de desesperación.