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EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS

que un momento. No había contado en vano con su glotonería. Observando que quedaba sin movimiento, uno ó dos de los mas atrevidos treparon sobre el bastidor y rozaron la cincha. Esto me pareció la señal de una invasión general. Tropas frescas se precipitaron fuera del pozo. Se colgaron de la madera, — la escalaron y saltaron por centenas sobre mi cuerpo. El movimiento regular del péndulo no les turbaba absolutamente. Evitaban su paso y trabajaban activamente sobre la venda aceitada. Se apresuraban — hormigueaban y se agolpaban incesantemente sobre mí; se enroscaban sobre mi garganta; sus labios fríos buscaban los míos; estaba medio sofocado por su peso múltiple: un disgusto que no tiene nombre en el mundo, levantaba mi pecho y helaba mi corazón como un horroroso vómito. Todavía un minuto y sentía que la horrible operación estaba concluída. Sentía positivamente el aflojamiento de la venda; sabía que debía estar ya cortada en más de un paraje. Con una resolución sobrehumana, quedé inmóvil. No me había equivocado en mis cálculos — no había sufrido en vano. A la larga, sentí que estaba libre. La cincha pendía en jirones alrededor de mi cuerpo; pero el movimiento del péndulo atacaba ya mi pecho; había hendido la sarga de mi traje; había cortado la camisa de debajo; hizo todavía dos oscilaciones — y una sensación de dolor agudo atravesó todos mis nervios. Con un movimiento tranquilo y resuelto — prudente y oblicuo — lentamente y aplanándome — me deslicé fuera de la venda y de los ataques de mi cimitarra. ¡Por el momento, al menos, estaba libre!

¡Libre! — ¡y en la garra de la Inquisición! Había