alivio! Y sin embargo, temblaba con todos mis nervios, cuando pensaba que bastaba que la máquina descendiera un punto para precipitar sobre mi pecho aquella hacha afilada, centelleante. Era la esperanza que hacía temblar así mis nervios y replegarse todo mi ser. Era la esperanza — la esperanza que triunfa hasta sobre el cadalso — que cuchichea al oído de los condenados á muerte, hasta en los calabozos de la Inquisición. Vi que diez ó doce vibraciones poco más á menos, ponían el acero en contacto inmediato con mi vestido — y con esta observación entró en mi espíritu la calma aguda y condensada de la desesperación. Por la primera vez desde muchas horas — desde días acaso, pensé. Me vino á la imaginación, que la venda ó cincha que rodeaba mi cuerpo, era de un solo trozo. Estaba atado con un lazo continuo. La primera mordedura de la navaja de barba, en una parte cualquiera de la cincha, debía cortarla suficientemente para permitir á mi mano izquierda, desenrollarla alrededor de mí. ¡Pero cúan terrible se volvía en ese caso la proximidad del acero! ¡Y el resultado de la más ligera sacudida, mortal! ¿Era verosímil, por otra parte, que los infames verdugos no hubiesen previsto ó impedido esta posibilidad? ¿Era probable que la venda atravesara mi pecho, en el camino que tenía que recorrer el péndulo? Temblando de verme frustrado en mi débil esperanza, verosímilmente la última, alcé suficientemente mi cabeza para ver distintamente mi pecho. La cincha envolvía estrechamente mis miembros y mi cuerpo en todos sentidos — excepto en el camino de la media luna homicida.
Apenas había dejado caer mi cabeza en su posición