fume de una flor desconocida, no es aquel cuyo cerebro se extravía en el misterio de una melodía que hasta entonces no había detenido su atención.
En medio de mis esfuerzos, repetidos é intensos, de mi enérgica aplicación á recoger algún vestigio de este estado de nada aparente, en el cual se había deslizado mi alma, ha habido momento en que soñaba que lo lograba; ha habido cortos instantes, muy cortos instantes, en que he conjurado recuerdos que mi razón lúcida, en una época posterior, me ha afirmado no poder relacionarse más que con este estado en que la conciencia parece aniquilada. Esa sombra de recuerdos me presenta muy indistintamente grandes figuras que me arrebataban y silenciosamente me trasportaban abajo, y todavía abajo, siempre más abajo, hasta el momento en que un vértigo horrible me oprimió, a la simple idea del infinito en la descensión.
Ellas me recuerdan también no sé qué vago horror que experimenté en el corazón, en razón misma de la calma sobrenatural de este corazón. Después, viene el sentimiento de una inmovilidad repentina en todos los seres circundantes, como si aquellos que me llevaban (¡un cortejo de espectros!) hubieran sobrepasado en su descendimiento los límites de lo ilimitado y se hubieran detenido vencidos por el infinito fastidio de su tarea.
En seguida mi alma vuelve á encontrar una sensación de insipidez y humedad; y después, todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable.
Muy repentinamente volvieron á mi alma sonido y movimiento, el movimiento tumultuoso del corazón, y