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EL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA

sar — que realmente me ha hecho Vd. avergonzarme de mí mismo.

Y era la pura verdad.

— No hablemos más de ello, mi joven y excelente amigo,—dijo con bondad estrechándome la mano, — y tomemos un vaso de este Sauterne.

Bebimos. La concurrencia siguió nuestro ejemplo con exceso y continuó bromeando, riendo y cometiendo mil disparates. Los violines chillaban, el tambor multiplicaba sus redobles, los trombones berreaban como otros toros de Fálaris — y á medida que el vino imperaba más y más, la escena se fué convirtiendo en un Pandemonium in petto. Sin embargo M. Maillard y yo, con algunas botellas de Sauterne y clos-vougeot, continuábamos nuestro diálogo á voz en cuello. Una palabra pronunciada en el diapasón ordinario se hubiera perdido por completo, como la voz de un pez en el fondo del Niágara.

— Caballero — le grité al oido — Vd. me hablaba, antes de la comida, del peligro que implicaba el antiguo sistema de dulzura. ¿Qué peligro era éste?

— Si — respondió — había á veces un gran peligro. No es posible darse cuenta de los caprichos de los locos; y en mi opinión, que es también la del doctor Brea y la del profesor Pluma, no es nunca prudente dejarlos pasearse libremente sin vigilantes. Un loco puede ser dulcificado, como se dice, por algún tiempo, pero al fin siempre es capaz de promover turbulencias. Además su astucia es proverbial y verdaderamente muy grande, Si abriga un proyecto, sabe ocultarlo con maravillosa hipocresía, y la destreza con que finge la salud ofrece al estudio del filosófo uno de los más sin-