que tal vez experimentaria alguna dificultad para penetrar en el edificio en cuestión y le participé mis temores. Respondiome que en efecto podría encontrar obstáculos, á no ser que conociese á M. Mailard, el director, ó llevase alguna carta de introducción, porque los reglamentos de los manicomias particulares son mucho más severos que los de los hospitales públicos. Por su parte, añadió, habia hecho conocimiento algunos años antes con M. Maillard, y podia, por lo menos, hacerme el favor de acompañarme hasta la puerta del establecimiento y presentarne; pero su repngnancia relativamente á la locura, le impedia entrar en el mismo.
Dile las gracias, y separándonos de la carretera tomamos por un atajo cubierro de césped, que á media hora de distancia iba á perderse en un bosque espeso situado en la falda de una montaña. Habíamos andado unas dos millas á través de este bosque espeso y sombrio, cuando se presentó á nuestra vista el manicomio. Era éste un castillo fantástico, bastante deteriorado, y que á juzgar por su aire de vetustez y desmantelamiento, debía estar poco habitable. Su aspecte me produjo un verdadero terror, y deteniendo mi cabalio, casi me dieron ganas de volver pies atrás. Sin embargo no tardé en avergonzarme de mi debilidad, y seguí adelante.
Al dirigirnos hacia la puerta principal, observé que estaba entreabierta y vi á un hombre que miraba á través de ella. Un momento después, este hombre se adelantó, y dirigiéndose á mi compañero, llamándole por su nombre, le estrechó cordialmente la mano y le suplicó que echase pie á tierra. Era M. Maillard en