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LA CARTA ROBADA

naria, le insinuó sa propio caso como el de un indivi­duo imaginario.

— Supongamos; dijo, el tacaño, que sus síntomas son tales y tales; ahora, doctor, ¿qué le hubiera dicho que tomara?

— ¿Que tomara? dijo Abernethy; ¡psh! que tomara consejo, seguramente.

— Pero, dijo el Prefecto, algo desconcertado, yo deseo también tomar consejo, y pagarlo. Daría real­mente cincuenta mil francos á cualquiera que, me ayudara en este asunto.

— En ese caso, replicó Dupin abriendo un cajón y sacando un libro de cheques, puede Vd. perfec­tamente llenarme un cheque por la cantidad men­cionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la carta.

Quedé sorprendido. El Prefecto, quedó como herido por un rayo. Durante algunos minutos permaneció sin habla y sin movimiento, mirando incrédulamente á mi amigo con la boca abierta y con ojos que parecían sal­tar de sus cuencas; después, aparentemente, reco­brando la conciencia de su ser, tomó una pluma, y des­pués de algunas pausas y miradas sin objeto, llenó por último y firmó un cheque por 50.000 francos, y lo alcanzó por sobre la mesa á Dupin. Éste lo examinó cui­dadosamente; lo depositó en su cartera; después, abriendo un escritorio, tomó de él una carta y la dió al Prefecto. El funcionario se abalanzó sobre ella en una perfecta agonía de gozo, la abrió con mano, temblorosa, arrojó una rápidia ojeada á su contenido, y entonces, agitado, y fuera de si, tomó la pirerta y sin ceremonia de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin